La verdad de la ciencia. – Apartado 4 – CAPÍTULO VIII – La unidad en la diversidad armonizada

JUSTICIA Y ECONOMÍA.

Capítulo  VIII

SOBRE  LA  EFICACIA  COORDINADORA  UNIVERSAL DE LA LEY  NATURAL

Apartado 4     

 La verdad de la ciencia.

El Aquinatense no sólo advirtió que el hombre actúa siempre buscando un fin, sino que, dando un paso más, demostró que la razón puede percibir estos fines como objetivamente buenos o malos. Para él, pues, según Copleston, «hay espacio para el concepto de «recta razón», es decir, de la razón que guía los actos humanos para alcanzar el bien objetivo del hombre». Es pues, conducta moral la que es regida por la recta razón: «Cuando se dice que la conducta moral es conducta racional, lo que se pretende afirmar es que se trata de una conducta guiada de acuerdo con la recta razón, la razón que aprehende el bien objetivo para el hombre y dicta los medios para alcanzarlo«[1].

 Estas palabras de Rothbard nos vienen como anillo al dedo para enmarcar otra cuestión fundamental tanto para la construcción intelectual de Vitoria, Soto y Mercado como para la de Hayek interpretada desde su agnosticismo y su laicismo. Puede parecer que sus  planteamientos y conclusiones son muy diferentes, pero creo que en lo sustancial tienen muchos paralelismos sorprendentemente simétricos. Ese reconocimiento del bien objetivo del hombre puede parecer que choca frontalmente con tanto subjetivismo personal puesto de manifiesto tantas veces en este trabajo. Pero quizás no haya tanta contradicción como tópicamente muchas veces se afirma.

Porque, efectivamente, como también señalaban y explicaban nuestros filósofos de hace cuatro siglos,  no todo es subjetivismo. En palabras de Julián Marías:

Un paso decisivo fue ver el valor como lo que merece ser deseado. No es que el sujeto atribuya o dé valor a algo, sino que lo reconoce, lo percibe como tal y por eso lo estima. En la interpretación madura, el valor es algo plenamente objetivo: las cosas tienen valor, independientemente de que yo lo perciba y reconozca o no. Los valores son cualidades que tienen las cosas, que por ello son “bienes” (…)[2]

Habría que distinguir los fines que el hombre se marca libremente, subjetivamente, y los auténticos fines exigidos por la naturaleza humana. El organigrama personal requiere un esfuerzo continuado de readaptación al organigrama ideal inserto en esa naturaleza humana a través de la ley natural. Aunque la voluntad humana individual busca siempre lo que la razón le propone como conveniente, muchas veces se equivoca persiguiendo como conveniente algo que no lo es realmente. Queriendo beneficiarse se perjudica.

Por eso, en este aproximarse a las teorías del conocimiento de nuestros autores y de  enfrentarnos con las cuestiones nucleares de todas las ciencias, también de la Economía y el Derecho, conviene recordar el lema del frontispicio del templo de Delfos que hizo suyo Sócrates: «Conócete a ti mismo». Sócrates recomendaba por todas partes (hablando, dialogando, sin escribir) la reflexión para la búsqueda de la auténtica felicidad (para el éxito en definitiva), en una conducta moral que tiene su centro en la propia persona y ya no en la colectividad. Como muy bien explica el profesor Fernando Prieto en su

Historia de las ideas y las formas políticas: Frente al escepticismo y relativismo de los sofistas, el planteamiento antisofista de Sócrates parte de la creencia en que hay una verdad moral, que hay una moral objetiva que puede ser conocida con plenitud de verdad, es decir, que se puede construir una ciencia de la moral, lo cual presupone la afirmación previa de que es posible la ciencia en general. En el comienzo del pensamiento socrático está la defensa de la posibilidad de la ciencia, es decir del conocimiento cierto de la verdad, contra los sofistas.[3]

Y Hayek era consciente de esa diferencia existente entre la verdad de la ciencia y la opinión de uno, de varios o de la mayoría. Las verdades científicas no eran asunto de mayorías. Así,  dirá por ejemplo que:

 lo que el hombre conoce o piensa acerca del mundo exterior o de sí mismo, sus conceptos o incluso sus cualidades subjetivas o sus percepciones sensoriales, no son para la Ciencia la realidad última, es decir, datos que tengan que ser aceptados sin más. A la Ciencia no le interesa lo que los hombres piensan acerca del mundo y cómo, en consecuencia, se comportan, sino lo que realmente deberían pensar acerca de él. Los conceptos que el hombre emplea realmente, la forma en que el ser humano ve la naturaleza, son necesariamente para el científico algo provisional y su tarea es cambiar esta imagen, modificar los conceptos vigentes de tal forma que nuestros postulados acerca de las nuevas clases de fenómenos puedan ser definidos y certeros.[4]

Puede ser conveniente a estos efectos recordar el famoso mito platónico de la caverna al objeto de focalizar nuestro entendimiento en la relación entre lo subjetivo y lo objetivo asimilándolo a la relación entre el mundo de las ideas en Platón y el mundo aristotélico de las realidades. Es aplicable todo esto no sólo al ámbito de la verdad y del error, es decir, al ámbito de la verdad o falsedad en las ciencias, sino también, por ejemplo, a la responsabilidad y el acierto de los legisladores a la hora trascendente de elaborar las leyes más idóneas.

La visión realista de Aristóteles –captada magistralmente por el Aquinate- no podía admitir que el mundo de nuestra experiencia no fuera real y que la realidad estuviera en un mundo de las ideas separado de este mundo en que vivimos. El ser real está aquí, nuestra experiencia no trata con sombras de realidad. Son más bien nuestros ojos los que adolecen muchas veces de profundidad en la percepción y captan en su subjetividad una realidad nublada. La tarea de estudio y formación consiste en eliminar esas neblinas propias y sintonizar con la riqueza multivariante de lo humano natural y universal. No crearlo, sino intentar descubrirlo.

 Las valoraciones objetivas son las que hacen referencia a los verdaderos fines del hombre y que incrementan su humanidad. Son valoraciones ideales pero posibles de una determinada persona o una determinada comunidad de seres humanos a las que se podría llegar con unos determinados actos de consumo, trabajo y  producción por ejemplo. Las valoraciones subjetivas son las que hacen referencia a las interpretaciones concretas y reales de esos fines objetivos hechas por un hombre o comunidad según sus preferencias y modelos de vida determinados y que son el punto de mira real de todos sus hábitos y actos de consumo, trabajo y producción. Si nos engañamos, buscando como fin último lo que no lo es realmente, malogramos nuestras fuerzas y hacemos fracasar nuestra inclinación más profunda. El error es constitutivo de la actuación humana y, además, podemos reconocer ese error, con lo que admitimos, también subjetivamente, que en la actuación errada anterior existía la posibilidad de otra mejor.

La negación del error que atribuimos a la mayor parte de la discusión económica es un mero corolario del supuesto estándar (erróneo) de racionalidad, en el que ésta aparece como universal y siempre alerta. Los seres humanos racionales no es que sean omniscientes, por supuesto (ya que no parece valer la pena incurrir en algunos costes de obtención de información); pero lo que parece claro es que nunca yerran (en el sentido de que dejen de hacer uso de una información, por pequeña que sea, que previamente hayan considerado digna del esfuerzo que su obtención comporta). Por tanto, hay  que reconocer que la presencia del error es un fenómeno frecuente, no menos que importante.[5]

 Además de las actuaciones subjetivas efectiva e históricamente realizadas, reconocemos la existencia ideal pero posible de otras actuaciones mejores. La actuación mejor entre las ideales posibles la podemos llamar objetiva. La existencia de fines objetivos nunca plenamente cognoscibles se puede fundar en esa conciencia generalizada de la equivocación reconocida.

Como el progreso consiste en el descubrimiento de lo que todavía no es conocido, sus consecuencias deben ser impredecibles. Siempre conduce hacia lo desconocido, y lo más que podemos esperar es lograr una comprensión de la clase de fuerzas que lo traen. La razón humana no puede predecir ni dar forma a su propio futuro. Sus progresos consisten en encontrar dónde estaba el error.[6] Únicamente conociendo lo que antes no sabíamos nos hacemos más sabios.[7]

 Un corolario de estas conclusiones es que el hombre se acerca al alcance de esa realidad objetiva, más correcta y conveniente, precisamente a través de la corrección del error y de la rectificación el estilo popperiano. Aprendemos de las equivocaciones al reconocerlas e intentamos evitarlas en próximas actuaciones que procurarán ser más objetivas, más adecuadas a los auténticos fines. La ética, los códigos de actuación, no podemos idearlos de forma racionalista como si estuvieran enteramente determinados en sus principios y deductivamente aplicables en todos los casos. La ética humana no es mero racionalismo; cuenta con el error y, aprendiendo con él, puede rectificar en el futuro.[8]

Así, Kirzner concluye:

Pero si reconocemos la presencia del error, entonces también debemos lógicamente aceptar la posibilidad de su corrección. Tal corrección puede participar de alguna forma en el carácter de descubrimiento no deliberado, pues, incluso en el caso de que el error haya consistido en cierta incapacidad para advertir una oportunidad de mejorar la propia situación (de modo que la corrección del error indicaría la inmediata puesta en práctica de un plan deliberado), la corrección misma debe tomar la forma de descubrimiento de tal oportunidad de mejora. La ejecución de un plan de explotación deliberada de la oportunidad recién percibida sería  resultado de un error corregido, pero la corrección misma del error consistiría en un acto de genuino descubrimiento. Por consiguiente, me interesa mucho dejar bien claro que tal corrección no es cuestión de pura suerte.[9]

Y en este punto es preciso destacar un error grave fundamental que lleva aparejado un sin fin de equivocaciones continuadas si no se corrige su causa esencial. Se trata de aquel dudar de todo pertinazmente de forma metódica y voluntarista al estilo cartesiano. La duda como principio. En  la certeza cartesiana sólo existimos nosotros mismos. Nuestra existencia queda encerrada y ensimismada  en nuestro pensamiento. Pensamiento que -como hemos visto- los escolásticos salmantinos enseñaron que está viciado en su raíz,  si bien somos también capaces de transformar ese vicio en virtud realista. Esa  duda metódica acaba negando la evidencia de la existencia de la verdad, del bien, del valor, de la bondad, de la libertad, de todo. La duda en otro sentido, aplicada a las afirmaciones personales como cierto escepticismo hacia nuestras «verdades», imprime un ticket  moderador conveniente que nos permite recordar que siempre estamos más o menos cercanos a lo verdadero o, mejor, más o menos embadurnados de errores a diestro y siniestro. Se puede, incluso se debe, dudar de la propia «verdad» en este sentido, pero de lo que no se puede dudar es de la existencia referida a la verdad objetiva. Si negamos la existencia real de la verdad estamos cerrando las puertas a la existencia de la Ciencia; de toda Ciencia. No existe la ciencia de la Economía, ni de la Política, ni del Derecho ni de la Ética, ni de la Física, ni de la Medicina, ni de la Matemática. No tiene sentido la docencia. Si no trato de enseñar algo que creo se acerca a lo verdadero y, por lo tanto, a lo bueno y valioso, para qué la enseñanza en cualquier nivel. ¿Para qué la formación? ¿Qué sentido tienen los debates científicos si no existe la verdad? ¿Para qué leer este diario económico o aquel periódico de información general? ¿Para qué escuchar? Sinceramente pienso que es un error intelectual grave. No me refiero a cuestiones de fe ni a cuestiones de sentimientos. Me estoy refiriendo a cuestiones de audacia intelectual. Nuestro mundo moderno, tan «científico», economicista y empresarial tiene el complejo intelectual de dudar por principio de la existencia de la verdad. Nuestros autores del siglo de oro, nos dicen que ellos no creen que exista la verdad. Sencillamente: están seguros completamente de su existencia. Con convicción intelectual. Muchos pensadores en todos los tiempos, y de indudable valía, han aportado pruebas racionales de su existencia y que las podemos hacer nuestras. No digo que conozcamos en su plenitud la verdad, cosa que por supuesto sería imposible. Me refiero simplemente a su existencia. Negarla es un error teórico y práctico importante. Balmes, a este respecto era muy claro:

El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables[10].

 Y sintonizando con ese sentido de la verdad que se convierte en sabiduría popular y con el  conocimiento hayekiano humilde y diseminado entre las gentes en sus distintas profesiones  dirá poco después:

Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende[11].

Si no caemos en ese error y trabajamos sobre la hipótesis de existencia de la verdad (aunque la desconozcamos en tantos aspectos) entonces ya tiene sentido la investigación, tiene sentido la formación y tiene sentido el diálogo científico sin que sea un diálogo de sordos. Karl Popper, en Burgos, 1968, en un diálogo con Pedro Schwartz afirmaba que «es muy importante que no abandonemos la discusión racional; y la discusión racional se desarrolla bajo el ideal regulador de la verdad, el ideal de que queremos aproximarnos a la verdad. Esta idea es la que hace racional nuestra discusión.»

Abrimos así el horizonte a la existencia de la Ética, la Economía, el Derecho o la Política como ciencias. Podemos descubrir entonces e internarnos como pioneros en un mar abierto de leyes universales y principios generales libres, que nos son útiles y aplicables para todo tiempo o lugar, y para toda persona humana sin discriminación de raza, nacionalidad, ideología o tiempo histórico en el que desarrolla su actividad. La Economía y el Derecho se enmarcan así, como indicaba continuamente Von Mises, entre las ciencias de la acción humana. Se trata entonces de reflexionar y tratar de conocer la esencia de la acción humana para deducir esos teoremas universales. La única forma de vislumbrar esos teoremas es mediante el estudio lógico del conocimiento inherente a nosotros mismos sobre la categoría conceptual de la acción humana. Pasados miles de años desde que Sócrates hiciese suyo el lema «conócete a ti mismo,» la cuestión sigue estando vigente, aunque es más difícil de esquivar.

Y en coherencia con toda su cosmovisión intelectual de la coordinación del conocimiento disperso Hayek abogará por la libertad académica dejando claro de nuevo que las conclusiones científicas más o menos certeras no son cuestiones de capricho que tengan que agradar a los poderosos ni que se deriven de las opiniones mayoritarias:

La libertad académica no puede significar, desde luego, que cada científico actúe a su capricho, ni tampoco el autogobierno de la ciencia considerada como un todo. Significa más bien que han de existir tantos centros independientes de trabajo como sea posible; instituciones donde, al menos quienes han probado su capacidad para impulsar el progreso del saber y su devoción a la tarea, tengan la posibilidad de elegir los temas en que han de emplear sus energías, y de dar a conocer, con toda libertad, los resultados obtenidos, sean o no del agrado de quienes les designaron o de la opinión de la mayoría de la gente.[12]

[1]    Murray N. Rothbard, La Ética de la Libertad, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1995, p. 30.
[2]   Julián Marías, Tratado de lo mejor, Madrid, Alianza Editorial, 1995, p. 32.
[3]  Fernando Prieto, Historia de las ideas y de las formas políticas. Edad antigua. V. I, Madrid, Unión Editorial, 1990, p. 81
 [4]   Hayek, La contrarrevolución de la ciencia. Estudios sobre el abuso de la razón. T.O. (The Counter-Revolution of Science), Unión Editorial, S.A., 2003, p. 45.
[5]   Israel M. Kirzner. Creatividad, Capitalismo y Justicia Distributiva. Nueva Biblioteca de la Libertad 12. Madrid, Unión Editorial, S.A. 1995, p. 77.
[6]    F.A. Hayek,  Los fundamentos de la libertad,  Madrid,Unión Editorial, S.A., 1998, p. 68
[7]    F.A. Hayek, Ibid.,   p. 69.
[8]   Koslowski, “Moralidad y eficiencia”, Cuadernos Empresa y Humanismo, Pamplona, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Navarra, 1987, pp. 67-70.
[9]   Israel M. Kirzner. Creatividad, Capitalismo y Justicia Distributiva. Nueva Biblioteca de la Libertad 12, Madrid, Unión Editorial, S.A. 1995, p. 77.
[10]    Balmes, El Criterio. 14ª  ed, nº 17, Madrid, Espasa-Calpe, 1983, p. 15.
 [11]   Balmes,  Ibid., p 15.
[12]   F.A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad,  Madrid, Unión Editorial, S.A. 1998, p. 500, Dice también allí: Aunque es natural que el científico individual se demuestre mayormente contrariado cuando las interferencias en los temas que ha elegido o persigue se basan en consideraciones que se le antojan adventicias e irrelevantes, acarrearía menos males la existencia de una multiplicidad de instituciones, cada una sometida a diferentes presiones exteriores, que la sujeción de todas al control unitario de lo que en un determinado momento se considera el objetivo científico de máxima trascendencia.

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CAPITULO VIII

 SOBRE LA EFICACIA COORDINADORA UNIVERSAL DE LA LEY NATURAL