Economía humana

Economía humana

         El primer requisito que conviene entonces tener en cuenta al hablar de economía, y aunque parezca aparentemente obvio, es que hay siempre que tratar de relaciones donde las personas humanas, con su inteligencia, voluntad y libertad originales, están en el eje central de su comprensión. En la «economía» puramente animal no hay ningún problema en la ordenación de los condicionamientos e instintos ya que, simplemente, están ahí apareciendo, manifestándose y ejerciendo su influencia determinista sin más. No existe ninguna duda ni indecisión para la que se necesite plantear la cuestión económica. Simplemente las fuerzas ciegas manifiestan su atracción fatal. La ciencia económica sería muy distinta si de lo que tratara fuesen cuestiones referentes a la raza de las hormigas, la de los abetos o de los minerales; si se ocupara de la economía de los rinocerontes, de las ballenas o de los chimpancés. Aunque sea una redundancia hay que decir de nuevo que la economía es economía humana, y no economía  de la ameba, del chopo, del cuarzo o de la tarántula. La mercadología trata de las interrelaciones entre personas singulares. Si es ciencia, que lo es, es una ciencia humana y, por lo tanto, tan compleja, sustancial e incluso misteriosa e incognoscible en plenitud como la persona humana. El mercado se hace borroso y erróneo en su análisis si lo queremos comprender, controlar y dirigir mediante integrales, logaritmos, derivadas, algoritmos estadísticos o utilizando sólo el cálculo diferencial y la informática digital. Muy al contrario: la llamada mercadotecnia necesita conocimiento profundo de las creencias y esperanzas de las gentes, de los valores, deseos, objetivos, apetencias, ambiciones, necesidades, pensamientos y motivaciones de los seres  humanos intrincadamente relacionados con diversas formas de percibir la realidad y desenvolverse en ella, y que se manifiestan en sus conductas.        

         Digo todo esto, que parece una verdad de Perogrullo tantas veces olvidada, porque el Nobel de Economía Robert Lucas es uno de los que, con sofisticaciones técnicas que no son del caso, pero que trataré de explicar más adelante, con más fuerza se reveló contra una concepción de la macroeconomía keynesiana y econométrica que consideraba a los protagonistas de la acción humana económica en poco menos que chimpancés atontados, rinocerontes ofuscados en embestir, minerales contemplativos y estáticos o cipreses fijos pero vivos entre moribundos. La verdad es que no deja de ser un consuelo que el premio Nobel de Economía Robert Lucas nos considere algo más que un trozo de mica, un ballenato, un cedro del Líbano o una locomotora Siemens del tren cronométrico de alta velocidad. Lo que habitualmente denominamos ciencia económica se refiere, por su objeto, por su finalidad y por los protagonistas principales de su acción, a los seres humanos. Cada persona histórica y concreta, radicalmente original y distinta entre todos los siglos pasados, presentes y futuros, es, ha sido y será profundamente ignorante en tantas y tan importantes cuestiones. Pero siempre tiene capacidad de reacción inteligente que vislumbra verdades parciales, voluntad más o menos quebradiza de acometer y llevar a buen término con esfuerzo diversos proyectos y tareas que considera convenientes, y libertad responsable que le permite actuar con flexibilidad y sin coacciones externas totales.

         La realidad del entorno del animal no humano se limita exclusivamente a aquello que tiene para él significado biológico. Si el hombre en cambio está abierto a toda la realidad, lo biológico y lo puramente orgáni­co no ejerce una presión necesariamente eficaz sobre la decisión humana sino que ésta goza de una cierta autonomía  sobre los instintos y sobre los meros sentimientos. Como el hombre, con su razón viva, puede ser propietario intencional de la realidad  de todas las cosas, puede conocer los objetos no solamente en su relación biológica y material con él, sino según sus características propias. El hombre  lucha por penetrar en la realidad de las cosas a fin de dominarlas y tiene una esencial agilidad o soltura por estar abierto a todas las cosas y por no quedarse arrin­conado en ningún ámbito restringido de la realidad. Por eso podemos volver a recoger aquí la sentencia aristotélica: «el alma  es en cierto modo todas las cosas.» Esta apertura intencional  al mundo lleva a su vez a que, precisa­mente por  su  libertad, esté también abierto a una gama amplí­sima de posibilidades  de  acción. Por esa capacidad de obje­tivar puede actuar  sin que su actuación esté ineludible­mente presionada por un modelo estereotipado.

Frente al animal no humano el hombre es capaz de no ceder a la presión de lo inmediato, capaz de distanciarse en cierta medida y capaz de objetivar la realidad de las cosas. Se puede sumergir en la naturaleza de las cosas pero a su vez no le determinan porque las trasciende. Recalcando esta idea el austríaco Von Mises dejó escrito: Lo que distingue al ‘homo sapiens’ de las bestias es, precisamente, eso, el que pro­cede de manera consciente. El hombre es el ser capaz de inhibirse; que puede vencer sus impulsos y deseos; que tiene poder para refrenar sus instintos. Puede vencer sus instintos, emociones y apetencias, racionalizando su conducta.[1]

Como el hombre es el único ser que estando inmerso en el mundo material se puede distanciar de alguna forma de él por su capacidad de abstracción, al abstraerlo (es decir, al poder observarlo en conjunto y no sólo pormenorizadamente) lo puede objetivar. Esa  abstracción y objetivación permite «solucionarlo», es decir, ejercer su acción peculiar mediada por la libertad personal. Este es, creo yo, el fundamento de la actividad económica creativa. Así, mientras el mundo irracional se organiza y se sustenta en un juego real de fuerzas físicas, biológicas e instintivas, el mundo humano de la libertad y la inteligencia se fundan en el dominio de sí mismo propio de la persona. Sólo quien es persona, que por lo tanto se pertenece, domina su propio ser dejando de ser pieza de un conjunto para convertirse en motor con energía vital propia, y protagonista de la historia por medio de decisiones libres. La sociedad interpersonal humana no es otra cosa que la armónica conjunción de libertades en tanto en cuanto cada hombre es señor y patrón de sí mismo. Si en el universo irracional rigen la fuerza, el determinismo y el instinto, en el cosmos humano en cambio el derecho, la razón y la libertad sustituyen a esa fuerza y a ese instinto. Sólo el que domina su ser por ser libre es capaz de orientar su acción en una u otra dirección eligiendo entre alternativas que proyectan distintos medios a diferentes fines. Consideramos libre, desde un punto de vista praxeológico, al hombre cuando puede optar entre actuar de un modo o de otro, es decir, cuando puede personalmente determinar sus  objetivos y elegir los medios que, al efecto, estime mejores[2]. Sólo el hombre es realmente capaz de decir con plenitud un sí o un no plenamente responsables, dominadores y consecuentes, dando lugar, además, a la acción. Cuando en ese cosmos humano no prevalecen el derecho, la razón, la vida y la libertad, sino la fuerza, el instinto y la pasión desbocada, terminamos en un cierto caos irracional donde todos salimos perdiendo, incluso los más fuertes.

Y si es un error confundir la economía humana con la economía de los animales, mucho más grave es, como ha sucedido, confundirla con la economía de la materia. Aunque las estructuras políticas marxistas más poderosas se han derrumbado hace ya dos décadas,  entiendo que caemos en un espejismo ingenuo al considerar que el marxismo desapareció de la noche a la mañana como por arte de encantamiento. Sería una irresponsabilidad dejar que la historia transcurra de modo determinista sin intervención de la libre creatividad humana. Lo erróneo de esa ideología no son únicamente sus afirmaciones y conclusiones en el campo estrictamente económico, sino especialmente sus mismas ideas filosóficas y culturales que, propagadas durante más de siglo y medio por todo el mundo, han calado en gran parte de los entresijos económicos y culturales de las personas, las instituciones y las sociedades. Como botón de muestra se puede citar el  prólogo de Marx en su Contribución a la crítica de la Economía Política (1859): En la producción social de su existencia, los hombres contraen relaciones independientes de su voluntad, necesarias, determinadas. Estas relaciones de producción corresponden a un determinado grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política (…). El modo de producción de la vida material determina, de una forma general, el proceso de la vida social, política e intelectual.        

        Frente a lo que propugnaba Marx con su visión economicista y mecanicista del hombre y de la historia, lo que está quedando demostrado es exactamente lo contrario: que son las ideas las que mueven la economía y no la economía la que determina las ideas. No es el mundo material el que configura el espiritual sino que éste es el diseñador flexible, libre y creativo del universo material. Precisamente por ello es más grave y empobrecedora la situación actual y se necesitará más tiempo y energía para rehacer nuestros malos hábitos intelectuales y económicos instalados en una visión errónea y por lo tanto acientífica del hombre. Ejemplo de esos malos hábitos es el encasillamiento monolítico en nuestras ideas tratando de imponerlas a toda costa y sin dejar apenas margen a la autorreflexión y rectificación. Parece como si reconocer errores propios fuese un signo de pobreza intelectual cuando en realidad constituye un acto de positivo reconocimiento de nuestra riqueza y flexibilidad en los resortes humanos. El motor del auténtico desarrollo económico, que consiste en la progresiva humanización de las condiciones de vida (también de las materiales), no nace de las rígidas y lineales estructuras físicas, sino que todo el proceso necesita de la armonía interdependiente de las distintas ciencias, la tecnología y, sobre todo, los recursos humanos. Recurso en este caso significa la capacidad de respuesta a una necesidad. Un hombre de grandes recursos es un hombre de muchas y grandes capacidades de respuesta a variadas y difíciles situaciones. En un mundo en continuo y acelerado cambio no sirve una inteligencia rígida que sólo tiene una perspectiva de observación y entendimiento que es la suya propia. Esa rigidez que sólo ve su verdad convierte en torpe fracaso el coeficiente intelectual de más alta alcurnia.

          La inteligencia flexible, por el contrario, se caracteriza por su capacidad de ver las cosas, las ideas propias y ajenas, desde diversas perspectivas. La flexibilidad permite una remodelación reflexiva de la inteligencia en sí misma. Con esa libre soltura personal responsable del pensamiento se evita tanto la inteligencia estructural poco imaginativa como la imaginación fantasiosa poco inteligente. El secreto en definitiva está en la colaboración intrínseca de lo tecnológico más avanzado con lo humano más profundo para adentrarse con soltura y seguridad en el horizonte de una nueva era económica porque será una nueva era cultural más rica y esperanzada que repercutirá sobre las mismas bases de los sistemas económicos.           

         Somos cada vez más quienes pensamos que hay que tratar de conseguir entre todos que, con perspectiva histórica, estas décadas (un siglo al menos) de intransigencia y obsesión ideológica socialista y comunista, con toda su procesión de miseria y obstrucción económica y humana, se conviertan, para las generaciones posteriores y para la historia de la humanidad, en «una mala noche en una mala posada«. Para ayudar a conseguirlo con seriedad desde el punto de vista intelectual es por lo que creo que mi colega de la Universidad Complutense, el profesor Huerta de Soto, escribió Socialismo, cálculo económico y función empresarial[3]. La crítica más seria que, a bote pronto, me atrevería a formularle es su insistencia y extensión abrumadora para demostrar con rotundidad intelectual algo que a estas alturas creo que es evidente: que el socialismo no es libertad sino que como él dice de forma más académica «socialismo es coacción» y, por eso, es antieconómico. Sólo los ideológicamente ciegos y testarudos, por muy ilustrados que sean, son capaces de intentar defender lo que ya es una pieza de museo para futuros historiadores. Quizás se nos podían haber ahorrado unas páginas en ese libro pero no es malo en cualquier caso dejar las cosas claras cuanto antes y, como el mismo autor escribe, prevenir de cara al futuro para que los economistas no volvamos a caer en la misma piedra ni hagamos el ridículo intelectual tan dramático que hicimos al no prever, la gran mayoría, la caída del formidable Imperio Soviético y sus consecuencias. Muy pocos fueron capaces de prever que tal entramado económico, político y militar se iba a deshacer con la rapidez y dulzura de un azucarillo en agua caliente, como efectivamente sucedió.

[1] Mises, Ludwig von, La acción humana, 5ª. Ed (Madrid: Unión editorial, 1985), p. 43
[2] Mises, Ludwig von, op. Cit., capítulo I
[3] Huerta de Soto, Jesús, Socialismo, cálculo económico y función empresarial (Madrid: Unión Editorial, 1992)