3.- El dinamismo impredecible de la persona humana en libertad. Sus leyes universales.

3.- El dinamismo impredecible de la persona humana en libertad. Sus leyes universales.

Conviene detenernos en esa característica esencial de la persona que es su libertad y -a la vez y de forma indisociable- su responsabilidad. Necesitamos hacerlo así porque en aquellas ciencias en las que interviene el hombre como sujeto activo es preciso considerar como elemento sustancial de análisis y de toma en consideración la libertad y responsabilidad humana personal que siempre acaba siendo sorprendente y que continuamente se resiste a quedar encorsetada en moldes prefijados de forma mecánica y determinista[1]. Si no tenemos en cuenta como elemento sustancial de análisis que la Economía es una ciencia humana –como se viene explicando por activa y por pasiva con anterioridad- en la que interviene decisivamente toda la compleja riqueza unitaria y original de la inteligencia, creatividad, moralidad y libertad humana, los errores de diagnóstico macro y microeconómico pueden ser –como lo han sido en muchas ocasiones- realmente graves y muchas veces letales. Sólo es posible entender la economía desde el conocimiento de esa libertad responsable que la invade en todas sus disciplinas. Y si no es invadida por ella no será auténtica economía.  Porque si la persona humana no es libre no es verdaderamente persona. Con rotundidad esencial lo dice Leonardo Polo:

En rigor, somos más libres de lo que nos dice nuestra conciencia, porque ésta nos presenta elecciones, a veces de cierto peso; sin embargo, si la libertad llega a su fondo que es nuestro propio ser, coincide con él, y no se limita a aparecer delante: no disponemos de ella, sino que la somos[2]

La libertad es la nota distintiva esencial del hombre y su impronta tiende a extenderse y manifestarse universalmente en su modo de actuar llenándolo todo de flexibilidad innovadora, tanto en las acciones más menudas y aparentemente insignificantes como en las más deslumbrantes e importantes. Para no incurrir  en graves errores teóricos y prácticos es preciso tenerla en cuenta como  aspecto nuclear fundamental en esa acción de economizar que no es otra cosa que un esfuerzo creativo flexible de ordenar y reordenar en diálogo constante con toda la realidad material e inmaterial puesta a nuestra disposición y dominio. De hecho cada persona no está integrada en ese patrimonio como una cosa más sino que trasciende todo lo demás profundizando en sus características peculiares y complementarias. De esta forma es capaz de sobrevolarlo, ordenarlo dirigiendo su concatenación  y proyectarlo al aventurar el futuro. Así -de alguna forma y con su dominio flexible trascendente-  lo humaniza transformándolo  a su imagen y semejanza subjetiva original. 

La libertad conlleva que continuamente estemos eligiendo[3] alternativas factibles divergentes que a su vez están entrelazadas con otras. Cada uno va estableciendo -en el campo de actuación en el que se encuentra en cada circunstancia- las  propias normas a seguir en sus  estrategias personales microeconómicas. Además, en la medida que solucionamos lo nuestro de alguna forma estamos ayudando a solucionar lo del resto en tanto en cuanto está interconexionado  con lo nuestro. Si elegimos tal opción ello conlleva la necesidad de elegir otras con las que la primera se entrelaza en abanico[4]. Si queremos conseguir determinada meta tenemos que autocondicionarnos[5] en elegir lo conveniente para alcanzar aquel objetivo ansiado. Si la libertad es hacer lo que quiero, una vez sabido qué es lo que quiero cuanto más y mejor lo alcance más libre seré. Y así es aunque eso signifique autolimitarme en tantas otras cosas. Aquel sacrificio y aquella restricción para no hacer lo que me aleja de la meta no es falta de libertad sino potenciación de la auténtica libertad querida. Por lo tanto la libertad no es aleatoria, autónoma, arbitraria o indiferente[6]. La libertad verdadera: o es responsable o no es libertad. Como, a su vez, la responsabilidad: o es libre o no existe la responsabilidad.

Cada decisión tomada condiciona a la vez las demás en redes entrelazadas tratando de conseguir el objetivo final. En todos los itinerarios de actuación la causa final ejerce un efecto atracción continuo sobre todos los bienes previos necesarios para conseguir aquel objetivo. Los clásicos decían bien cuando afirmaban que la causa final es lo primero en la intención y lo último en la ejecución. Los procesos económicos de asignación de recursos están impregnadas de la tensión hacia los fines últimos que cada actor se plantea o descubre como más convenientes en la vida[7]. La elección humana responsable se enmarca en un proceso dinámico y continuo, inmerso en el tiempo, donde las decisiones tomadas en períodos pasados interactúan como en cascadas con las elecciones presentes y futuras. No es ajeno a la Economía, por lo tanto, la selección personal[8] de estilos de vida o modelos de conducta que se van realizando en el transcurso del tiempo y con el concurso de distintas concepciones culturales, éticas, políticas, sociales, familiares, trascendentes o intrascendentes. Nos vamos transformando así a nuestra medida singular querida mediante ese ejercicio abierto, inteligente y  continuado de libertad responsable.

Teniendo en cuenta todo lo argumentado hasta este momento pudiera parecer en algunos momentos de la exposición -donde se resaltaba tanta variedad y tanto cambio multidireccional- que todo es desorden y caos arbitrario, tanto en el universo exterior como especialmente ahora en el interior de la persona humana que decide, actúa y valora continuamente. Nada más lejos de la realidad. Además de una cierta y majestuosa ordenación inalcanzable en plenitud que tiene toda la riqueza del universo exterior a nosotros, también cabe hacer hincapié ahora en el orden que desde la libertad existe en todo el universo interior humano. Como esos dos tipos de orden están entrelazados y son en gran parte interdependientes, la ordenación humana condiciona e influye en la del universo exterior y viceversa. Y si existe orden ello significa que existen  leyes de comportamiento tanto en el ámbito exterior como también en el interior de aquellos que pueden actuar con libertad. No es el momento y no es mi especialidad comentar las leyes naturales del comportamiento de los demás seres. Nos centraremos en cambio brevemente en algunos aspectos de las leyes[9] de la conducta humana en libertad que hacen que la actuación humana no sea arbitraria ni esté deslavazada arbitrariamente. 

Las necesidades reales que subyacen en todas las conductas son comunes a todos los hombres. Los valores fundados en ellas son universales. Por tanto, si no cometo errores al llevar a cabo el análisis tendencial de la naturaleza humana y si me comprendo bien a mí mismo, debo considerar la tendencia como un modelo a seguir y debo sentirla subjetivamente como un imperativo que impulsa a la acción”.[10]

No es difícil ir descubriendo ese común denominador[11] desde la reflexión e investigación interior con el acicate de la propia conciencia. Ya que todos los seres al actuar se rigen tendencialmente tratando de conseguir algún fin, la persona humana –si bien con la flexibilidad propia y no determinista de su libertad- también se orienta en todas sus actuaciones al poner la vista en los objetivos finales que trata de alcanzar[12]. Por eso no es difícil advertir -y la evidencia empírica así lo demuestra- que parecidos efectos se siguen de las mismas causas y que, por lo tanto, esas causas similares –siempre con las matizaciones propias de esa variedad connatural que venimos investigando- están dirigidas a los mismos resultados concretos. Así la voluntad humana busca lo que la razón[13] más o menos formada le propone como conveniente[14], aunque a veces se equivoque persiguiendo como conve­niente algo que no lo es realmente. Por eso conviene distinguir los objetivos que cada quien se marca, libremente, subjetivamente, y los auténticos fines exigidos por la naturaleza humana[15]. La estabilidad y coherencia en las actuaciones[16], la conciencia de que cometemos errores,[17] la distinción entre bienes reales y bienes imaginarios[18] y los efectos secundarios que producen las distintas actuaciones[19]  son algunos de los argumentos que nos permiten afirmar la existencia de fines objetivos en la subjetividad de la naturaleza humana. De hecho, No se puede partir de una concepción meramente subjetivista, arbitraria y hedonista[20] que considera al hombre como conjunto de deseos y en el que disociamos la libertad de toda referencia a una concepción objetiva. Toda la realidad en sus diversas manifestaciones tiene sus leyes[21] que interactúan[22] continuamente. Y la variopinta realidad humana tiende a cumplir sus leyes de conducta –libres pero no aleatorias- dando lugar a que actúe de forma coherente y estable.

La transición, por ejemplo, de las pautas de comportamiento en la demanda de los consumidores desde los productos de primera necesidad a los secundarios y los de lujo indica por ejemplo un tipo definido y estable que permi­te el estudio de numerosas generalizaciones significativas. Se deduce por lo tanto que  se pueden tratar de forma tendencial las necesidades futuras de los individuos, a medida que sus rentas aumentan, como coherentes  y, en ciertos aspectos y con matizaciones, como datos.[23] A su vez, también podemos decir desde el punto de vista de los otros agentes económicos principales que en la vida real, los em­presarios actúan basándose en la posibilidad de organizar los recur­sos productivos de acuerdo con la demanda anticipada de sus clien­tes potenciales e incluso acuden con frecuencia a expertos en investi­gación de mercados cuya labor es, precisamente, la de descubrir esas tendencias estables de la elección humana.

Todo el complicado entramado estructural del moderno sistema económico está desarrolla­do siguiendo un proceso, no totalmente deshilachado y aleatorio, sino coherente con las pautas de comportamiento lógicas –aunque libres- de la naturaleza humana.

[1] «La separación de ética y economía es una consecuencia del triunfo de la visión mecanicista del mundo y su aplicación a la econo­mía desde Hobbes y Mandeville, una mecanización válida para la economía nacional clásica, neoclásica y marxista. Los sujetos econó­micos se consideran actores empujados por instintos insaciables, cu­yas actividades en la producción deben ser mediadas mecánica y técnicamente a través del equilibrio del mercado o la planificación centralizada. Desde el punto de vista ontológico -por ejemplo en Kant-, las ciencias económicas se clasifican entre las ciencias exac­tas y la razón práctica se limita, exclusivamente, al ámbito interno de la moralidad, a la voluntad pura. Esta ontología de la economía como ámbito técnico o natural es propia tanto de la economía pre­marxiana de un David Ricardo como del mismo Marx. La economía se contempla fundamentalmente como «conflicto con la naturaleza», como evolución de las fuerzas productivas. Queda patente el fondo determinista y mecanicista de la economía clásica, neoclásica y mar­xista. Los aspectos racionales y éticos de la actuación económica quedan excluidos en gran medida. Queda más patente en la aproba­ción de Lenin de la tesis de Sombart, de que en el marxismo no había ni un gramo de ética, sino solamente leyes económicas. Koslowski, op. cit., pp. 64-65.
[2] Polo, Leonardo, Quién es el hombre, (Madrid: Ediciones Rialp, 1991), p. 220.
[3] Necesaria y continuamente tiene que elegir entre un amplio abanico de alternativas variopintas ya que cada  persona es un universo de vivencias experimentadas, un cosmos original de interpretaciones de la realidad circundante en todos y cada uno de sus instantes históricos, un mar tranquilo o huracanado de proyectos, esperanzas o aspiraciones vitales familiares o profesionales. Cuando cada uno pasea por los infinitos senderos del mundo lleva incorporado indefectiblemente, a modo de mochila inseparable, todo ese universo, ese cosmos y ese mar que se transforman, enriquecen o empobrecen continuamente al contacto con los demás y lo demás. Los demás pueden atisbar comportamientos ajenos y aventurar sus posibles decisiones pero difícilmente comprenderán en sus infinitos detalles insignificantes esos otros universos de intuiciones, sensaciones, dudas, riesgos, proyectos etc.
[4]          El premio Nobel de Economía James Buchanan explica esto mismo en «La razón de las normas» resaltando que las elecciones de hoy pueden conformar, en alguna medida difícilmente cuantificable pero real, las preferencias de mañana y de más tarde. El individuo se «construye» a sí mismo para su actuación y su ser en épocas futuras. «Construye» lo que va a ser la unidad de elección en las fechas posteriores, así como el conjunto de opciones de las que el día de mañana dispondrá dentro de ciertos límites. Al reconocer que las elecciones hechas ahora afectan a las de mañana y más tarde, el estudio de estas cuestiones tiene que implicar una especie de «preferencias de preferencias» que ordenen el resto y que permiten jerarquizar los distintos futuros posibles estimando unos mejor que otros. Las elecciones en el tiempo presente tenderán a reflejar esas preferencias.
[5] En cuanto la persona humana es un ser consciente de su continuidad es perfectamente humano, racional,  inteligente  y responsable intentar condicionar en positivo y por adelantado las elecciones futuras mediante la autoimposición de ciertas reglas o restricciones de la conducta que le permitirán alcanzar sus objetivos últimos más apreciados. El éxito en las próximas Olimpiadas, por ejemplo, sólo se conseguirá con un renovado esfuerzo disciplinado de cumplimiento libre de ciertas reglas y normas autoimpuestas. Todo ello implica la selección de un conjunto de preceptos morales que guían las elecciones en el presente y en el futuro empleando recursos intelectuales y emocionales que van dejando como una especie de cuasi-permanentes hábitos que domestican las conductas indeseadas y hacen más factible alcanzar las metapreferencias. El propósito explícito no será otro que cerrar posibilidades de actuar en formas o modos que son considerados «ineficientes» para llevar adelante el programa de vida preferido. Cada individuo puede reducir libre y conscientemente sus márgenes de opción en la forma que considere más provechosa dentro de una perspectiva de largo alcance en lugar de ir respondiendo simplemente a lo que vaya apareciendo.
[6] En muchas situaciones casi no vale la pena decidir. La escasa entidad de las cosas ante las cuales pretende ejercer la libertad deprime a esta última. Dicho de otro modo, que seamos libres no depende exclusivamente de nosotros, sino de las ocasiones de ser libres que nos da la realidad con la que nos relacionamos. Por consiguiente, la libertad no debe confundirse con la autonomía ni con la arbitrariedad. Es absolutamente imposible una libertad solitaria.
Las dudas sobre nuestra libertad se deben a que la consideramos en orden a coyunturas mínimas o tratando con cosas de poca importancia. Para ejercer la libertad de  manera más radical, es menester que la realidad también sea importante. Ello comporta que la libertad admite grados y que se mide por aquello respecto de lo cual la empleamos.  Polo, Leonardo, Quién es el hombre, (Madrid: Ediciones Rialp, 1991), p. 220.
[7] Cada persona puede elegir un plan de vida, es decir una secuencia de acciones con las que, según la tendencia connatural, espera que le aseguren una aproximación hacia experiencias «interesantes» y «buenas» que   le compensen y le hagan feliz. Las necesidades humanas básicas de alimento, vestido, vivienda, sexo, seguridad, libertad… etc, establecen lógicamente límites sobre los estilos de vida posibles. Pero los individuos en las modernas sociedades de Occidente hace tiempo que, esencialmente, han logrado niveles de opulencia que les permiten ir más allá de los mínimos biológicos que determinan las conductas.
[8] Toda persona concreta y singular de cada instante histórico tiene un punto de vista original sobre los fines, sobre qué es lo bueno y apreciable, y sobre qué es lo mejor . En esa valoración nadie lo puede sustituir. Un martillo, una semilla de calabacín, un ordenador Pentium 1200, una excavadora o un reloj digital los ven con distintos ojos económicos un labrador, un herrero, un ama de casa, un albañil, un informático y un juez o árbitro deportivo. Como escribió Aristóteles en su Etica a Nicómaco: «Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es uno un buen juez.» Hay una desigualdad, diferenciación,  innata en las características y capacidades de los hombres para estimar relaciones de conveniencia en las diversas situaciones de la vida y para materializar o realizar diferentes trabajos manuales o intelectuales.
[9] He asentado los principios y he comprobado que los casos particulares se ajustaban a ellos por sí mismos, que la historia de todas las naciones era consecuencia de esos principios y que cada ley particular estaba relacionada con otra ley o dependía de otra más general. Montesquieu. Del espíritu de las leyes. Ediciones Altaya, S.A. – Barcelona, 1996, pág. 11.
[10] Rothbard,  Murray N., Op. Cit., p. 40.
[11] Si estamos dispuestos a aceptar este denominador común de valores éticos, tenemos un acuerdo sobre lo que se debería considerar lo primero en la lista de problemas sociales urgentes. Mynt, Teorías de la economía del bienestar, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1962, p. 383. Cfr. Hayek, Camino de servidumbre, Alianza Editorial, Ma­drid 1977. Pigou, The Economics of Welfare, English Language Book Society, 1962. Hawtrey, Economic Destiny. Hobson, Work and Wealth.
[12] Todo ser, por tanto, sea consciente de ello o no, se encamina en su obrar a su fin y bien se puede decir que ese ser es idóneo para ese fin, para alcanzar ese objetivo. Así, en el ámbito natural, en el ámbito de los recursos naturales, se da un orden interno en todos los procesos, orden interno que es síntoma de la existencia de un fin, el cual, por su parte, es causa de dicho orden y centra su idoneidad. Cierta  regularidad con que se suceden los procesos naturales es ma­nifestación de la atracción todopoderosa que sobre ellos ejerce el fin. Y, por el contrario, la ausencia de finalidad, y por tanto de dirección, se revela en los fenómenos que acontecen por puro azar. Como  el fin primario de todos los seres es alcanzar la perfección de su especie todos los procesos físico-químicos de un animal tratan de producir y conservar el máximo dentro de su especie; se ordenan a procurar que desarrolle todas sus potencialidades, todas sus idoneidades. Esta inclinación hacia el fin, esta idoneidad, está insita en la natu­raleza de las cosas y no surge de un conocimiento del fin, sino que surge de los principios de la propia naturaleza.
El hombre, en cuanto ser inteligente, tiende a su fin conociéndo­lo como tal, interiorizándolo, dominando sobre las acciones relacio­nadas con ese fin. La persona humana puede proponerse objetivos alternativos y armonizar diversas actuaciones en orden a la consecución de esos objetivos.
[13] El Aquinatense no sólo advirtió que el hombre actúa siempre buscando un fin, sino que, dando un paso más, demostró que la razón puede percibir estos fines como objetivamente buenos o malos. Para él, pues, según Copleston, «hay espacio para el concepto de «recta razón», es decir, de la razón que guía los actos humanos para alcanzar el bien objetivo del hombre». Es pues, conducta moral la que es regida por la recta razón: «Cuando se dice que la conducta moral es conducta racional, lo que se pretende afirmar es que se trata de una conducta guiada de acuerdo con la recta razón, la razón que aprehende el bien objetivo para el hombre y dicta los medios para alcanzarlo». Murray N. Rothbard, La ética de la libertad, Pág. 30.
[14] Hay otras cosas, indudablemente vitales, que por ley natural, y en virtud de la propia esencia humana, son inalienables, porque es imposible prescindir de ellas, aunque se quiera. Así, por ejemplo, una persona no puede enajenar su voluntad, y más en particular, su control sobre su cuerpo y su mente. Todo ser humano posee el control de ambas cosas. Todo ser humano tiene el control de su voluntad y de su persona y está, si así quiere decirse, como «pegado» a esta inherente e inalienable propiedad de sí mismo. Y dado que su voluntad u el control sobre su persona son inalienables, también lo son sus derechos a controlar esta voluntad y esta persona. Sobre esta base descansa la famosa afirmación de la Declaración de Independencia, que proclama que nadie puede ser despojado de los derechos humanos naturales. Es decir, no se puede renunciar a ellos, ni siquiera aunque su propietario lo quiera.  Rothbard, Murray N.  La ética de la libertad, Madrid: Unión Editorial, 1995; pp. 193-194.
[15] Las valoraciones objetivas son las que hacen referencia a los au­ténticos fines del hombre. Son valoraciones ideales pero posibles de un determinado hombre o una determinada comunidad de seres hu­manos a las que se podría llegar con unos determinados actos de consumo y de producción.
Las valoraciones subjetivas son las que hacen referencia a las interpretaciones concretas y reales de esos fines objetivos hechas por una persona o por los órganos competentes que rigen cualquier institución según sus preferencias y modelos de vida determinados y que son el punto de mira real de todos sus hábitos y actos de consumo y producción.
[16] Empíricamente se observa que los individuos, que son al mis­mo tiempo consumidores, en sus decisiones económicas no actúan de una manera deslavazada, totalmente arbitraria y aleatoria. Si las necesidades humanas no tuviesen una cierta dirección, si no fuesen suficientemente estables, no podrían ser tratadas como datos ni por el economista ni por el empresario. El subjetivismo necesario en toda elección con contenido económico no es totalmente impredecible; hay pautas de comportamiento coherentes.
[17] El error es constitutivo de la actuación humana y, además, pode­mos reconocer ese error, con lo que admitimos, también subjetiva­mente, que en la actuación errada anterior existía la posibilidad de otra mejor. Además de las actuaciones subjetivas efectiva e histórica­mente realizadas, reconocemos la existencia ideal pero posible de otras actuaciones mejores. La actuación mejor entre las ideales posi­bles la podemos llamar objetiva. La existencia de fines objetivos se puede fundar en esa conciencia generalizada de la equivocación re­conocida.
Un corolario de estas conclusiones es que el hombre se acerca al alcance de esa realidad objetiva, más correcta, precisamente a través de la corrección del error, de la rectificación. Aprendemos de las equivocaciones al reconocerlas e intentamos evitarlas en próximas actuaciones que procurarán ser más objetivas, más adecuadas a los auténticos fines. La ética, los códigos de actuación, no podemos idearlos de una forma racionalista como si estuvieran enteramente determinados en sus principios y deductivamente aplicables .en todos los casos. La ética humana no es mero racionalismo; cuenta con el error y, aprendiendo con él, puede rectificar en el futuro. Koslowski, «Moralidad y eficiencia», Cuadernos Empresa y Humanismo, Pam­plona, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Navarra, 1987, pp. 67-70.
[18] La distinción de Menger entre bienes reales y bienes imagina­rios es otro argumento en favor de la existencia de estructuras obje­tivas hacia las que tienden las subjetivas. El fenómeno de los bienes imaginarios se da cuando se atribuyen erróneamente a las cosas pro­piedades que, en realidad, no poseen, o cuando, también equivoca­damente, se presuponen unas necesidades humanas que en realidad no existen. En la opinión subjetiva de los hombres aparece entonces la valoración errónea de aquello que en realidad no tiene fundamen­to. Esos bienes derivan su cualidad de propiedades o necesidades imaginadas. Cuando más profundamente analizan los hombres la verdadera esencia de las cosas y su auténtica naturaleza, mayor es el número de los bienes reales y menor el de los imaginarios.  Los  pue­blos  de  baja  cultura  son  más  ricos  en  bienes imaginarios.
Existe una clara interconexión entre el saber y el bienestar, entre el conocimien­to auténtico y la mejora de vida. Menger: «Cuanto más elevada es la cultura de un pueblo, y cuanto más profundamente analizan los hombres la verdadera esencia de las cosas y su auténtica naturaleza, mayor es el número de bienes reales y menor, como es obvio, el de los imaginarios.» «Aquellos pueblos que más pobres son en bienes verdaderos, suelen ser también los más ricos en bienes imaginarios» (op. cit., p. 44). Y añade: «Se da este fenómeno cuando se les atribuyen erróneamente a las cosas propiedades y, por tanto, causalidades que, en realidad, no poseen, o donde, también erróneamente, se presuponen unas necesidades humanas que en realidad no existen. En ambos casos aparecen, a nuestro entender, cosas que se hallan, no en realidad, pero sí en la opinión de los hombres, en la relación antes dicha, que es la que fundamenta la cualidad de bien de las cosas.» «A estos objetos, que derivan su cualidad de bien únicamente de unas propiedades imaginadas o de unas imaginadas necesidades hu­manas, puede calificárseles también de bienes imaginarios» (op. cit., p. 49).
[19] El sentido que adquieren las obras humanas en su realización temporal desborda, trascendiéndolo, el sentido que el hombre, en un principio, preveía. Los factores frente a los que se actúa y con los que se actúa están sometidos a unas leyes propias, en muchos casos no controlas ni controlables por nosotros. Esta realidad origina la no correspondencia entre nuestra actuación final y las aspiraciones proyectadas con anterioridad; entre el querer y el realizar, entre el curso histórico del mundo y el conocimiento de ese curso. En el diálogo entre el sujeto y el curso objetivo del mundo; entre imagina­ciones, objetivos subjetivos y valoraciones de proceso histórico del mundo y su acontecer real, surgen efectos secundarios no previstos, ni en ocasiones deseados, pero sí efectivos.
Los efectos secundarios repercuten a posteriori sobre la voluntad y sobre la conciencia rectificando las actitudes valorativas. A través del conocimiento de aquello que procede de los resultados de la actuación, se modifican nuestros juicios de valor y nuestras finalida­des para ulteriores decisiones. La discrepancia entre el querer y el realizar es signo de la existencia de realidades objetivas. Las repercusiones, sobre nosotros mismos, de la propia actuación, tanto en los éxitos no previstos como en los fracasos no deseados, ejercen el pa­pel de fuertes correctivos sobre las finalidades y actitudes puramente subjetivas.
[20] Lo subjetivo puede adaptarse a lo objetivo, pero en muchas oca­siones se confunde con subjetivismo hedonista. Los puramente subjetivistas tienen una imagen meramente empí­rica de la felicidad, algo así como un esquema de todo placer sensi­ble, que se cifra en las apetencias más materiales de nuestro ser. Este esquema de la felicidad, puesto de manifiesto por Kant al afirmar que la felicidad no es un ideal de la razón sino tan sólo de la imagi­nación, es un esquema esencialmente hedonista que, como veremos más adelante, no puede responder a la naturaleza del auténtico fin último en tanto que la naturaleza humana es inteligente, abierta al mundo de lo suprasensible y de las exigencias racionales. El verdade­ro sentido de la felicidad como fin último tiene un carácter radical­mente intelectual y por tanto suprasensible. La crítica kantiana, se­gún la cual es un ideal de la imaginación, es sólo admisible para esa felicidad empírica y puramente subjetiva, que cada uno determina de una u otra manera, según sus particulares sentimientos, e incluso cambiando de opinión sobre ella conforme éstos varían.
[21] Las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los seres tienen sus leyes: las tiene la divinidad, el mundo material, las inteligencias superiores al hombre, los animales y el hombre mismo. Montesquieu. Del espíritu de las leyes. Ediciones Altaya, S.A. – Barcelona, 1996, pág. 15.
[22] Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí. Montesquieu. Del espíritu de las leyes. Ediciones Altaya, S.A. – Barcelona, 1996, pág. 15.
[23] Clark, Conditions of Economic Progress, caps. X y XII.