JUSTICIA Y ECONOMÍA.
Índice general
Capítulo VII
Limitaciones a los gobiernos y a los Estados desde la Ley Natural
Apartado 4
Libertad desde la ley natural versus coacción estatal. Impuestos.
Nada hay, por lo tanto, más ajeno a la verdad que esa convencional idea defendida por algunos historiadores según la cual el Estado representa el apogeo de la evolución cultural. Muy al contrario, en muchas ocasiones ha significado su punto final. A este respecto, conviene destacar que sin duda los historiadores de las primeras etapas de la humanidad debieron quedar impresionados por los numerosos monumentos y restos legados por quienes en su día ostentaron el poder político, sin que advirtieran que los verdaderos impulsores del orden extenso fueron quienes de hecho propiciaron la capacidad económica que permitió la erección de tales monumentos. Por razones obvias, el ciudadano común sólo pudo legar a la posteridad testimonios mucho más modestos y menos tangibles de su crucial aportación.[1]
Dicho todo lo anterior, si bien Hayek no ponía en tela de juicio el modelo democrático –téngase en cuenta que su teoría de la sincronía espontánea con elección cotidiana de millones de personas es una forma de democracia-, sí que se daba cuenta de sus carencias y de sus desviaciones en el ámbito político por lo que reflexionó sobre sus mejoras o sus límites y trató de dar pautas para su perfeccionamiento. No fue el único, aunque quizás nadie lo hizo con esa perspectiva humanista tan cercana a los autores de la Escuela de Salamanca. Así, las últimas décadas del siglo XX fueron pródigas en el análisis del sistema democrático por numerosos autores que utilizaron herramientas del análisis económico:
Los resultados que se obtienen, cuando los sistemas democráticos son analizados con las herramientas de la teoría económica, pueden parecer sorprendentes, por lo menos a primera vista. Es posible que la democracia, sin maquillajes ni afeites, ofrezca una imagen menos bella y atractiva que la que le atribuyen los románticos (¿o los demagogos?). El espejismo puede afectar fácilmente a quienes la conozcan poco y a quienes no hayan vivido de cerca las pesadillas de las dictaduras. El sistema democrático no puede presumir de aquello de lo que carece. Sobre el papel, no es el más eficiente ni el más barato, ni tampoco es inmune a las mixtificaciones o a la manipulación. Es, sencillamente, “el peor de los sistemas políticos si excluimos a todos los demás”.[2]
En este sentido, varias líneas de análisis se fueron abriendo paso en el estudio del sistema democrático desde el ámbito económico. El redescubrimiento de la nueva economía llevó a varias líneas de desarrollo entre las que cabe citar: la nueva interpretación de la historia del capitalismo, el nuevo análisis de los derechos de propiedad, la nueva insistencia en el mercado como proceso, la economía de la política (la elección pública)[3], el análisis crítico de las regulaciones gubernamentales, la visión escéptica de los bienes públicos, la naturaleza y los efectos de las externalidades[4], la del control monetario de las fluctuaciones, la economía de la autoinversión en capital humano y el Estado limitado y el Estado mínimo.[5].
A la luz de todas las consideraciones anteriores que se han hecho en este capítulo y que nos hablan de esa conveniencia –también desde el punto de vista estrictamente económico- de limitar de una u otra forma los excesos de la actuación estatal y sin perder el hilo argumental, sino más bien como aplicación concreta e importante del mismo, nos enfrentamos a la tarea de criticar, en el mejor sentido constructivo del término, el papel del Estado en la economía en tanto que puede colaborar o entorpecer el despliegue dinámico enriquecedor de la interacción humana en el ámbito económico.
Y, siempre, a lo largo de la historia –aunque más claramente desde el siglo XX, cuando los instrumentos de control actualizado de la Contabilidad Nacional y, por lo tanto, de los presupuesto de gastos e ingresos del Estado se fueron perfeccionando- la piedra de toque de la intervención estatal en la economía ha sido la presión fiscal que los ciudadanos en base a unas u otras justificaciones tenían que soportar. Aunque ha habido otras formas incluso más sibilinas de financiar[6] los abultados gastos estatales[7], los impuestos han sido la constante necesidad y obsesión en ocasiones de los gobernantes para poder financiar y llevar a cabo sus proyectos desde la órbita pública. Así, nos cuenta de nuevo Pigafetta, en tanto que narrador de lo acontecido en aquella primera vuelta al mundo:
El rey le dio la bienvenida, pero (le advertía) que su costumbre era la de hacer pagar un impuesto a todas las naves que entraban en su puerto; hacía sólo cuatro días que había hecho lo mismo con un junco procedente de Ciama (Siam) cargado de oro y de esclavos; y le señaló con gestos a un mercader de Ciama que se había quedado allí para comerciar con oro y esclavos[8].
Esa tendencia ancestral a la recaudación de impuestos se tornó aún más sofisticada en el siglo XX que vivió Hayek. También en los países de la llamada órbita occidental de economía mixta. En ellos se produjo un incremento desproporcionado que parecía irrefrenable, de los presupuestos generales de ingresos y gastos del Estado en la práctica totalidad de los países. Hayek no podía dejar de manifestarse, y lo hizo ampliamente criticando muchos aspectos pero haciendo sobre todo hincapié –junto con aquellas teorías keynesianas del teórico efecto incentivador del gasto público y del déficit en las cuentas públicas- en aquel desbocarse de la mal llamada justicia social distributiva que se concretaba en aquellas dos palabras ambiguas que fueron acogidas con gran éxito en la opinión y que acababan justificando cualquier tipo de intervención estatal[9]: el Estado[10] del Bienestar. La posición de Hayek –en sintonía, como veremos rápidamente, con las apreciaciones de Santo Tomás retomadas por la Escuela de Salamanca- era proporcionada y técnicamente impecable. La podemos resumir en los dos siguientes párrafos:
La teoría de la Hacienda Pública, en sus intentos de establecer una racionalización de la mecánica tributaria, toma en cuenta todo un conjunto de circunstancias excepto aquélla que, en una democracia, parece debiera ser la más fundamental: que el proceso conduzca a una limitación racional del volumen gastado[11]. Se olvida así lo que debería tenerse muy en cuenta: que es necesario que el proceso recaudatorio actúe en todo momento como freno del gasto total.[12]
A lo anterior añadía aquel conocimiento profundo de los incentivos humanos contra los que difícilmente se puede legislar porque los efectos concatenados consecuencia de errores en lo decretado acaban produciendo efectos perversos y no queridos. Así nos dice:
Es imposible esperar otro resultado de un sistema que establece previamente cuáles son las «necesidades» y pone la responsabilidad de la posterior distribución del correspondiente esfuerzo fiscal en manos de gentes en cuyas mentes prepondera la idea de que serán otros quienes los soporten[13].
Entiendo que para Hayek, la grandeza de un Estado está en saber estimular a sus ciudadanos hacia la consecución, por ellos mismos, de mayores índices de humanidad en el aprovechamiento de sus recursos materiales y no en el obsesivo control y crecimiento cuantitativo -de puertas adentro- de sus propiedades, privilegios y poderes. Su razón de ser es el servicio a los fines de los ciudadanos y por lo tanto no se debe confundir -como ocurre habitualmente desde distintos ámbitos de los tópicos socialistas tantas veces demostrados equivocados- incremento de magnitud estatal con eficacia y con incremento de bienestar social. Su potestad es una potestad delegada y el protagonismo debe corresponder a la vitalidad y libertad de los ciudadanos de a pie. La finalidad y dignidad hayekiana de la acción estatal no está en un incremento cuantitativo de su propio poderío económico representado por la parte del PIB que controla, o por los abultados presupuestos, o por el creciente número de funcionarios, sino que radica fundamentalmente en saber potenciar y canalizar -nunca suplantar- con sus acciones las actuaciones libres y responsables de los agentes económicos de todo el sistema social. Para Hayek los procesos innovadores de creación jurídica son inseparables de los análisis económicos. La historia del crecimiento económico tiene mucho que ver con la historia del derecho, en tanto en cuanto tecnología en la organización de las relaciones humanas, económicas y sociales. Y en todo ese ámbito la ley natural está siempre presente.
Bien se puede decir entonces que el interés privado y el interés público no son contrapuestos sino que van siempre unidos e interconexionados. En la realidad socioeconómica el interés público pasa por el interés privado y el interés privado sólo se alcanza plenamente si se orienta al interés general que no es otro que el bien común clásico que en este trabajo se nos presenta como un continuo ritornello. La función específica del poder público consiste en crear las condiciones generales de la viabilidad social y económica mientras que los ciudadanos y los grupos privados son los responsables de crear las condiciones particulares de viabilidad socio-económica. Confundir estas ideas básicas lleva al Estado a intervenir en áreas que son campo de acción propio de la iniciativa privada descuidando las más especificas suyas. Las instituciones privadas, por su parte, tienden a su vez a desvirtuar sus funciones cuando buscan objetivos específicamente políticos. En Hayek también se puede destacar la importancia de la función legislativa inteligente y proporcionada en la actividad estatal que se debe encaminar a crear el marco jurídico necesario para que el sistema pluralista de libertad, propiedad privada y economía de libre mercado funcione. El sistema de libertad económica no aparece necesariamente dejando que las cosas sigan su curso sino sólo haciendo un esfuerzo consciente y, por tanto, libre, para crear el ambiente verdaderamente artificial, humano y necesario para que funcione adecuadamente. Era plenamente consciente –y quizás por eso acabó derivando hacia el ámbito del Derecho- que Economía y Derecho están altamente interrelacionados y que el buen funcionamiento de los mercados quizás es una cuestión más jurídica y ética que estrictamente económica.
Ese sentido hayekiano de la proporción y el equilibrio en la imposición tratando de evitar aquel peligro del endiosamiento malo de los gobernantes a los que se necesita poner límites a sus actuaciones está presente en nuestros juristas y moralistas de hace cuatro siglos y está fundamentado –actualizándolos a su tiempo- en los criterios de Tomás de Aquino a este respecto. En ellos el servicio al bien común ocupa un lugar central. Un resumen magistral de estos criterios se encuentran en el discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de José Luis Pérez de Ayala:
Siguiendo al más minucioso comentarista (R. Pomini)[14] de la teoría de Santo Tomás, en el punto que nos ocupa, el Impuesto se justifica por su fin (causa final en cuanto debe establecerse para común utilidad de los ciudadanos, o sea para hacer frente a aquellas actividades públicas (a aquellos gastos públicos) que sirven y se ordenan al bien común. La ley y el impuesto, deben establecerse para común utilidad de los ciudadanos, no para fomentar el interés privilegiado de unos pocos. Advirtiéndose por Santo Tomás,[15] al respecto, que si “los príncipes exigen de los súbditos lo que según justicia (se refiere a la justicia legal) se les debe para conservar el bien común, aunque empleen la violencia no es rapiña. Pero si los príncipes toman injustamente algo por la violencia, es rapiña, lo mismo que el latrocinio”. Y se ha recordado, así, (Schmölders) que no sólo en este pasaje de la Summa Teológica, sino en otro escrito ( la carta De regimine Judeorum a la Duquesa de Brabante) insiste en que el Impuesto, como institución justa, y por tanto jurídica, sólo se fundamenta por su causa final, en la medida en que su percepción y ulterior empleo estén, cualitativa y cuantitativamente ceñidos a lo necesario y exigido por el Bien común ( y no lo están cuando se exige y destina, lo recaudado, para hacer frente a gastos excesivos motivados por la pasión del gobernante)
Permítasenos, en este punto, volver sobre el siguiente párrafo de Montesquieu “Del espíritu de las leyes”. Dice así literalmente:
“Lo que no se puede hacer es quitar al pueblo lo que tiene para atender las necesidades hipotéticas del Estado. Las necesidades hipotéticas son las que exigen las pasiones y las debilidades de los que gobiernan: la ilusión de un proyecto extraordinario, la pasión enfermiza de una vanagloria y una cierta impotencia del alma contra las fantasías…”.
Y concluye con la siguiente frase:
“Las rentas del Estado no deben medirse por lo que el pueblo pueda dar sino por lo que deba dar…”.
No puede evitarse la asociación –más aún la evidente coincidencia- de estas frases de Montesquieu con la idea de la causa final del Impuesto en Santo Tomás de Aquino. Uno, y otro, se están refiriendo a la misma cosa, la justificación, y también la limitación que encuentran los impuestos, por su fin, y sólo en la medida en que son necesarios para financiar actividades públicas relacionadas con el bien de la sociedad con la general utilidad de los ciudadanos, y no cualesquiera clase, diríamos hoy, de gastos públicos.
(…) Pero la coincidencia de pensamiento de ambos autores no acaba aquí, puesto que también afecta a las que, en la doctrina tomista, se llaman “causa formal” y causa material de la Imposición.
Santo Tomás se refiere a la medida del Impuesto, como un aspecto de justicia distributiva. De ahí que las cargas (tributarias) exigidas por el bien común deben, por razón de la forma (o causa formal), exigirse a los súbditos con igualdad y proporcionalidad: de modo que cada súbdito sea llamado a participar en los gastos públicos según su capacidad. Aquí reside, pues, la forma justa, o causa formal, del impuesto justo, según el Aquinate, (ampliadas, luego, por F. Suárez).[16]
[1] Hayek, La Fatal arrogancia. Los errores del socialismo, T.O. (The Fatal Conceit: The Errors of Socialism). Obras completas, vol. I, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1.990, p. 227