2.2 La fuerza económica de la propiedad

2.2 La fuerza económica de la propiedad

Carl Menger escribía en sus Principios: La economía humana y la propiedad tienen un mismo y común origen  económico, ya que ambos se fundamentan, en definitiva, en el hecho de que la cantidad disponible de algunos bienes es inferior a la necesidad humana. Por consiguiente, la propiedad,  al igual que la economía humana, no es una invención caprichosa,  sino más bien la única solución práctica posible del problema  con que nos enfrenta la naturaleza misma de las cosas[1].

La propiedad de los bienes es requisito indispen­sable para que se dé el valor. Lo que no es nuestro, lo que es de otros y a nosotros nos resulta inalcanzable, no tiene valor para nosotros. Tiene valor para otros que son sus propietarios. Si no es de nadie, si nadie se lo apropia para que con esa apropiación aumente su capacidad de generar servi­cio, no vale nada, no tiene valor económico alguno. Sólo cuando alguien se lo apropie podemos hablar de valor. La tendencia a la apropiación es consecuencia del valor que las cosas tienen para quien tiende a apropiarse de ellas. La propiedad es consecuencia de la valía de las cosas y a su vez esa propiedad sobre las cosas hace que aumentemos su valor al combinarla con otras complemen­tarias cuya propiedad  también ostentamos. Al fecundar unas y otras con nuestro trabajo o con el trabajo que se encuentra a nuestro servicio y que también forma parte de nuestra riqueza conseguimos nuestro objetivo. Walras establece el camino que se recorre  partiendo del concepto de valía: porque las cosas son escasas, son apro­piables, porque son apropiables, son intercambiables. Las cosas útiles y limitadas en su cantidad son apropiables. Las cosas inútiles escapan a la apropiación; nadie trata de apropiarse de cosas que no tienen uso alguno. Las  cosas que son útiles, pero que existen en cantidades ilimitadas, tampoco son apropiables[2].

        La autonomía que proporciona la propiedad ha sido resaltada desde antiguo como fuente de orden y progreso social.  Muchos autores de todas las épocas  han relacionado la evolución de la propiedad con la eficacia en el desarrollo económico de  tal forma que el régimen de la propiedad privada, más que inventado por nadie en un momento dado, ha sido fruto del descubrimiento progresivo de los instrumentos culturales, económicos y jurídicos más idóneos para vencer en la lucha contra la escasez. El sentido común a lo largo de la historia de la civilización ha hecho que la propiedad sea un comportamiento cotidiano del hombre sobre las realidades materiales. Podemos decir que la propiedad es tan natural como la tendencia al enriquecimiento personal y material de todo ser humano  derivada de  la  inercia hacia la búsqueda de lo mejor. La historia de los sistemas de propiedad, como indicaran North y Tomas, se considera esencial y connatural al hombre, de tal forma que,  si  se entiende  por propiedad la simple facultad mental y psicológica del  hombre  para distinguir lo mío de lo tuyo, y para reivindicar el acceso total, duradero y exclusivo a ciertas cosas que considera como suyas, es igualmente claro que se  trata de un comportamiento  viejo como  el mundo y cuyos  orígenes  por  lo tanto,  se  confunden  con  los  de  la humanidad.  Así por ejemplo Baechler nos dirá que  en la sociedad griega,  reconocida tantas  veces como  cuna  de la civilización occidental,  el pueblo era libre y por lo tanto propietario. Cada individuo se constituía  económicamente en un  centro de decisión soberano en su ámbito de dominio.

         Esa propiedad de las cosas que tienen valor no será entonces una propiedad simplemente legal sino de hecho. Se trata de la propiedad de hecho más o menos intensa que se ejerce al usar las realidades materiales e intelectuales en orden a nuestros fines presentes y futuros. Cabe incluso hablar de propiedad de hecho más o menos intensa que ejercen los directivos de empresas, y en cierta medida cada trabaja­dor, en aquellas empresas cuya propiedad de los medios de la producción por derecho sea pública. Hablamos de propiedad en sentido natural, si cabe hablar así, ya que la propiedad la consideramos consecuencia de la valía, de la idoneidad de las cosas. La propiedad es tan natural como la tendencia al enriquecimiento de todo ser humano. No entramos ahora a considerar si tales sistemas de derechos legales de propiedad son más o menos correctos; si facilitan y favorecen más o menos esa tendencia natural de todo ser humano al crecimiento en términos de riqueza econó­mica. Incluso en sociedades que se proponen positivamente la abolición  de la propiedad ésta surge enmascarada en otras formas legales. Diversas estructuras de organización económica, métodos y estrategias de planificación,  estímulos a los gestores de las empresas,  formas  de  nombramiento  de  los  dirigentes y responsables son procedimientos que, sin denominarlos derechos de propiedad, definen quien tiene auto­ridad sobre qué y sobre quién, y  las condiciones en que determinado individuo puede utilizar o no los diferentes recursos[3]. El afán de posesión es algo natural y no se precisa afirmarlo en leyes positivas. El espíritu infantil, desde temprana edad, tiene un afán innato de la posesión, de distinguir entre lo propio y lo ajeno. Cabe introducir en este punto la doctrina que, a través de Locke, será introducida en el derecho y en la economía  liberal: Aun cuando la tierra y todas las criaturas  inferiores  pertene­cen en común a  todos los hombres, cada uno mantiene la propiedad de su persona.  Sobre ella, sólo él tiene derecho. El trabajo de su cuerpo  y  la  obra de sus manos, se puede decir que  son verdaderamente suyas.  Cada vez que consigue sacar un objeto del estado  en  que  la naturaleza le había situado y en el que le había dejado,  mezcla en ello su trabajo, une a ello algo que le pertenece, y de esta forma se lo apropia[4]. Hablamos de trabajo en sentido amplio, no sólo como fuerza bruta sino como acto que descubre algo nuevo y lo lleva a la práctica. Como señala el profesor Israel Kirzner lo que hace la propiedad no es, como podría sugerir una lectura demasia­do rápida de Locke, el trabajo corriente, el trabajo físico del hombre, su esfuerzo, sino la idea, el acto creador que les acompaña y del que son indisociables. La posibilidad de crear, la idea, se fundamenta, a su vez en la libertad más intransferible del hombre: la libertad de pensamiento. La economía crece cuando las nuevas innovaciones son plasmadas en derechos de propiedad clarificados que animan a otros a asumir el riesgo de su compraventa. La protección (seguridad y justicia) de esos nuevos derechos, así como el conocimiento de sus reglas de juego hace que se extiendan y fecunden el cuerpo social, anclándose en lo que Balmes llamaba el «fondo social». La propiedad de los bienes que implica tener pertenencias y tener riqueza que usamos a nuestro mejor entender, junto con el trabajo y con la tendencia a la especialización e innovación que permite un mayor y más perfecto conocimiento de las idoneidades de los bienes aumentando por tanto su rendimiento y su valor,  y unido al intercambio que permite el trasvase de bienes entre las distintas riquezas acrecentando su valor, son los motores  del aumento de la  riqueza en términos económicos. En los países del tercer mundo o en los antiguos países de la extinta Unión Soviética o de su órbita, el hombre, paradójicamente, se encontraba alienado puesto que no  era propietario y, lógicamente, ni siquiera libre. Ello se contrapone al gran despegue económico de USA, Japón, Europa Occidental o los dragones orientales. USA posee tierra y técnica, siempre dentro del imprescindible sistema de libertad. Japón, por su parte, tiene -tal vez- algo más importante: posesión de capital humano altamente cualificado (y con un ritmo de actividad superior al resto) si bien no tiene tierra y por supuesto sí posee técnica. El llamado «milagro japonés» tal vez venga a demostrar que si bien la propiedad tierra es importante es aún más decisivo el factor propiedad hombre en un sistema de libertad, dado que es el «creador» de propiedades intelectuales.

         Parece entonces que el origen de la propiedad está en la misma naturaleza humana ya que  el derecho de propiedad sobre las cosas nace de la propiedad sobre la persona y, por lo tanto, de la libertad original y racionalidad vital connatural a la persona humana. Como indica Bastiat: (…) La propiedad es un hecho providencial, como lo es la persona. No son los Códigos los que dan existencia ni a una ni a otra (…). Utilizando toda la fuerza del término, el hombre nace propietario, porque nace con necesidades de cuya satisfacción depende la vida, y con unos órganos y unas facultades cuyo ejercicio es indispensable para la satisfacción de esas necesidades. Las facultades no son sino la prolongación de la persona; la propiedad no es otra cosa que la prolongación de las facultades. Separar a un hombre de sus facultades es hacerle morir; separar al hombre del producto de sus facultades es también hacerle morir. Hay estudiosos que se preocupan mucho de saber cómo hizo Dios al hombre; nosotros estudiamos al hombre tal como Dios lo hizo; comprobamos que no puede vivir sin subvenir a sus necesidades; que no puede subvenir a sus necesidades sin el trabajo y que no puede trabajar si no está seguro de poder aplicar a esas necesidades el fruto de su trabajo[5].

              La posibilidad reconocida de apropiarse de los frutos del trabajo personal es así un estímulo básico para conseguir el incremento económico ya que la  propiedad  sobre  mi  persona  (libertad), lleva indefectiblemente a la propiedad sobre las cosas por lo que se puede decir que los derechos de propiedad se derivan directamente del dere­cho inalienable de cada individuo a la plena y entera propiedad de sí mismo. De la libertad básica en cuanto derecho de propiedad sobre la propia persona se deriva la propiedad sobre su actividad y, por lo tanto especialmente, sobre los frutos de su trabajo. Si cada uno no es propietario legítimo de su persona estaríamos en un régimen de servidumbre y de esclavitud. Si es propietario legítimo de su persona, también lo será de su trabajo y de los frutos de su trabajo. En este aspecto influye la enajenación o des enajenación de la que hemos hablado antes.

          Es lógico entonces que la eficacia en el desarrollo económico esté relacionada con la evolución de la propiedad, y así Lepage en su libro ¿Por qué la propiedad?  nos dice también que el régimen de la propiedad privada, más que inventado por nadie en un momento dado, ha sido el fruto del descubrimiento progresivo de los instrumentos culturales, económicos y jurídicos más idóneos para vencer en su lucha contra la escasez. La posibilidad y mejor definición de los derechos de propiedad es condición «sine qua non» para que se produzcan los procesos dinámicos y subjetivos de interacción entre los seres humanos, y constituye una de las bases fundamentales del entramado institucional del sistema de libre mercado. Sobre aquellos bienes que en cada circunstancia histórica llegan a ser escasos conviene fijar los necesarios derechos de propiedad que, por un lado, permitan internalizar los costes externos en los que se incurre al actuar y, por otro, garanticen a cada agente económico la consecución de los correspondientes objetivos que se vayan planteando, creando y descubriendo en cada circunstancia particular. El diseño y ensamblaje institucional de los derechos de propiedad permite además disponer de la información que es necesaria para actuar racionalmente y efectuar el idóneo cálculo económico. Consecuencia de todo ello es que la alternativa de la gestión pública y de los bienes comunales y colectivos  producen resultados peores de los que se trata de obviar mediante la misma y anulan los mecanismos de mercado que nos pueden garantizar siempre, a medio y largo plazo, la solución de los problemas planteados.

         En definitiva: si los sistemas de derechos legales de propiedad son más o menos correctos, facilitarán o dificultarán esa tendencia natural de toda persona al crecimiento en términos de riqueza libre y expansiva. Como indica Mises, ni siquiera Marx se atrevió a negar que la iniciativa privada y la propiedad particular de los medios de producción constituyeran etapas insoslayables en el progreso que llevó al hombre desde su primitiva pobreza al más satisfactorio estado de la decimonónica Europa y Norteamérica. Es en aquellas sociedades y en aquellas épocas donde el pueblo es libre y propietario con más amplitud, y en las que cada individuo se constituye económicamente en centro de decisión, donde se ha puesto de manifiesto su eficacia para el desarrollo económico general. La libre disposición sobre distintos bienes, muchos o pocos, nos estimula a que aumentemos su valor combinándolos con otros bienes y servicios complementarios cuya propiedad también ostentamos, o podemos ostentar mediante la libre compraventa. Al fecundar unas y otras propiedades con el trabajo, que también forma parte esencial de nuestra riqueza, conseguimos realizar nuestros objetivos y proyectos de vida.

          La concesión del Premio Nobel de Economía a Douglas C. North fue, entre otras consideraciones también importantes, un espaldarazo a la fuerza económica vital que los derechos de propiedad tienen en el inicio y explosión del desarrollo físico e intelectual de cualquier región o país en distintas y variopintas épocas históricas. Por poner sólo un ejemplo North explicaba así la eficacia de la propiedad al referirse a Holanda e Inglaterra:  (…) en ambas naciones se  produjo un  crecimiento económico constante, consecuencia de un contexto favorable para la evolución de un sistema de derechos de propiedad que fomentaba los  acuerdos  institucionales, desem­bocando en una posesión absoluta  y  libre de servidumbres de  la  tierra, mano de obra libre,  protección de los bienes privados,  derechos  de  patente y otros estímulos a la propiedad intelectual, así como multitud de  acuerdos  institucionales destinados a reducir las imperfecciones  del  mercado en los mercados de bienes y capitales[6].

[1] Menger, Principios de economía política (Madrid: Unión Editorial, 2ª ed,, 1997), p.152
[2] Walras, León, Elementos de economía Política pura (Madrid: Alianza Editorial,1987) pp.156-157.
[3] Lepage, op, cit., p. 38
[4] Locke, Second Traité sur le Gouvernement civil, cap. V 1960, Vrin 1967, trad. Gilson, pp.90-94.
[5] Batiat, “Propriété et Loi”, Journal des Economistes, 1848, citado en Lepage, op.cit., p.85
[6] North, Douglas C. y Thomas, Robert Paul, El nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica (900-1700) (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991 (Título original The rise of the Western World. A New Economic History (Londres: Cambridge University Press, 1973).