El mercado no es otra cosa que una maravillosa justificación y apreciación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista y de todas las perspectivas. Para sacar el máximo partido a cada situación el individuo deberá actuar según el sentido común espontáneo de su propia perspectiva haciendo caso omiso de los imperativos que desde las cúspides de poder o desde la presión de las modas o las opiniones públicas abstractas tratan de coaccionarle. Cada uno procurará extraer el máximo valor a cada circunstancia siendo fiel al imperativo unipersonal y familiar que representa su individualidad. De esta forma conviene afirmar desde el principio que el intercambio potencia la riqueza porque con el intercambio todos los actores y todos los patrimonios, ganan. El valor de uso total aumenta. La comple­mentariedad horizontal y vertical de los patrimonios ha aumentado y ha aumentado, por tanto, su valía.

Figurar en el listín telefónico, tener un par de amigos leales, ver crecer aquel árbol que planté, seguir siendo universitario con ímpetu renovado, ser un buen hijo de mis padres, un mejor padre de mis hijos,  un esposo recio siempre más enamorado de la mujer, rescatar la fuerza escondida de la vida y permanecer impasible ante el viento huracanado: a eso aspiro.

          Si acabamos de reflexionar sobre el futuro también conviene ahora abrir las puertas intelectuales al pasado recreándolo. Los economistas, como todos, estamos encarcelados en el tiempo presente cumpliendo nuestra cadena perpetua particular sin esperanza de indulto antes de la muerte. Estamos siempre, y todos han estado, prisioneros de esa dinámica temporal inquietante pero que muchas veces rebosa también esperanzas pacíficas y chispazos de luz renovadora. Es peligroso atiborrarse del presente porque esa obsesión por la temporalidad inmediata no nos deja ver el modo de vivir y de pensar de quienes nos precedieron. Para ellos, lo importante y decisivo no era muy distinto de lo que es esencial también para nosotros. El rabioso presente puede sofocar las reflexiones de otras personas iguales a nosotros pero en circunstancias distintas y de las que tanto podríamos aprender. Como explica Emilio Lledó en La memoria del Logos: Emparedados en el presente, urgidos y condicionados por el mundo que nos rodea, sólo podemos respirar por la historia, por la memoria colectiva. Y es a través de esa memoria como podemos escuchar la voz de los textos y descubrir que sus mensajes no son pura letra; porque nunca nadie escribió por escribir.[1]